miércoles, 28 de marzo de 2012

Contando algunas anécdotas...





Mis andanzas por el hospitalito distan de quedarse más estáticas, y obviando algunas por las que pasé casi como si fuera un fantasma, aquellas que no me han dejado para nada indiferente han sido las de digestivo y todos sus derivados (endocrino, cirugía general, nutrición) de las cuales, hablaré por aquí casi resumidamente.

 Las prácticas de nutrición fueron un caos, al menos para mí, que muchas veces soy más despistado como nadie, y acabé en endocrinología y nutrición.

El hombre que las imparte se trata del jefe de servicio de la UMI, allá en la planta sexta del Negrín, de color gris y casi inhabitada, más sólo por enfermos moribundos y por profesionales con pijama que confundes con cirujanos, pero que no lo son. El hombre no parece que sea el jefe de servicio, y todas las mañanas, en las sesiones clínicas, él se sienta en un extremo de la mesa y escucha los casos como si se tratara de uno más.
Muchos de los personajillos allí reunidos parecen médicos y enfermeras entregados a su trabajo.
Una mañana, uno de ellos empezó a cantar una canción, una de esas que puedes escuchar en "Tenderete" para romperte los oídos. Se reveló ante nosotros como un médico chiflado, la oveja negra de la medicina intensiva, un pobre diablo que se jactaba de que si no fuera porque odiase enseñar, sería catedrático. Menudo iluso... Antes de que pudiera finalizar la sesión de aquel día, estaba deseando que ninguno de sus pacientes estuviera consciente, para así no tuviera que aguantarle.

Las prácticas continuaron, y el jefecillo de UMI nos llevó a todos a una sala aparte. Nos dio a cada uno dos productos de nutrición parenteral, asegurando antes de que estaban caducados (y así no pudiéramos solventar la falta de glucemia de la mañana).  Allí nos hablaba de kilocalorías, la dieta mediterránea y nos hizo aprendernos de memoria el peso atómico de algunos de los electrolitos más importantes de la fisiología humana, sin venir a cuento.

Sin duda alguna el mejor día fue el viernes, que visitamos la cocina del hospital. Nos asombramos con el enorme espacio que ocupaba, las plataformas robot que llevan la comida hacia las plantas y como no, el bocadillo que nos dieron al final del pequeño paseo. Yo fui el único que siguió comiendo tranquilamente, mientras comenzamos una entretenida conversación con la dietista. Además, acabé devorando dos bocadillos; el otro, de una compañera con gastrectomía mental.

Después de navidades, la cosa se endureció y comenzaron las prácticas de digestivo. Lo primero de lo que me alegré, fue de que estuvieran lo suficientemente bien organizadas como para no encontrarme en el camino a ningún otro estudiante que no sea de mi grupo, salvo que algún otro de rotatorio de sexto curso, o de Erasmus.

La primera semana fue digestivo médica. En ella me encontré a dos residentes bastantes simpáticas (tal vez tenga suerte y relate alguna guardia acompañando a una de ellas), y finalmente, a uno de los adjuntos más inverosímiles que he visto.  El médico se llevaba bien con los pacientes, era gracioso, y nos hacía arrastrar por los pasillos el dichoso carrito de historias. El hombre iba bien ataviado con traje, y no había día en el que no llevara una preciosa corbata al trabajo. Debo reconocer que me puso las cosas bastante fáciles cuando me dijo que no hacía falta venir a las sesiones clínicas, aceptando gustoso la oferta para levantarme un poco más tarde de lo habitual, aún así, llegando al hospital sobre las 8:30. Fueron días entretenidos y más suaves.

La siguiente semana, que se me hizo corta, la precedió endocrino, precedida por un doctor bastante tranquilo y con cara de tonto. Por supuesto, solo lo aparentaba, pues el sujeto es bastante inteligente y perspicaz, e incluso esconde cierta mezquindad debajo de sus gafas finas, y no, como el monstruo de cuatro ojos que habita en los quirófanos de la tercera planta. Cosa extraña es que me recuerde a otra persona, pero no sé decir cual exactamente.

El tío me mandó directamente a consultas externas, para que fuera revisando las historias de los pacientes de hoy, y apareció por allí finalmente, para durante todas las consultas, hacerme copiar por completo la historia clínica que le hacía a cada paciente, hasta que mis manos ardieran de tanto escribir. Se quejó de casi todo, de mi caligrafía, de no llamar "doña" a una chica de 15 años, y de no poder recordar la clínica del MEN tipo 1; pero al final me cayó simpático. Aprendí a manejar la báscula de los hospitales (de esas que tienes que enderezar una especie de regla con un indicador).

El día siguiente me fui a consultas externas, pero a partir de ese y los siguientes estuve acompañado por otro personaje del servicio de endocrino, al que yo llamo Dr. Felix 2 por recordarme siempre al profesor de farmacología del año pasado, pero sin la cara de mala ostia de este último. Por lo visto, aunque no viene al caso, el hombre farmacológico ha pasado de aspirante de decano de la facultad de medicina, a cazador de "trolls" de internet, como puede verse en el siguiente enlace (http://www.canariasahora.es/noticia/122233/).

Siguiendo con mis aventuras por endocrino, todo fue viento en popa durante la semana, más suave que aquel primer día haciéndole de copista al jefe del servicio. Me gustaba que el Dr. Félix 2 se molestara en explicarme al detalle el tratamiento de la diabetes, pero ocupaba muy poco tiempo para ver los pacientes. Quizá el día más característico fuera aquel en el que tuvimos que historiar a varios pacientes que llegaron debutando con diabetes, ambos relativamente jóvenes. No está de más recordar cuán doloroso tiene que ser para ellos saber que van a estar enfermos para siempre, teniendo que pincharse la dichosa hormona para su cuerpo absorba la glucosa de la sangre, y encima con más riesgos a la hipoglucemia. Valoré bastante el arrojo de los pacientes, así como el trabajo de la enfermera en informarles.

Después de aquella semana rondando por endocrinología, finalmente llegó el día en el que me las tenía que ver de nuevo con el quirófano. El aburrido quirófano que tantos dolores de cabeza me causó el año pasado, cuando acudía a hacer las prácticas al Insular. Ahora fue toda una experiencia, pues fue la primera vez que me esterilizaba las manos.

La primera vez siempre vas con un poco de nerviosismo, pero siempre acabas acostumbrándote. Hay un lugar reservado para ello justo al lado del quirófano, de cara al llamado "pasillo limpio" (dónde creo yo que se guarda todo el instrumental esterilizado), donde tienes esponja, unos surtidores de betadine y clorhexidina, y varios grifos donde puedes asearte para la operación.

El proceso tarda unos 5 a 10 minutos, e incluso 15, todo depende de lo escrupuloso que seas. Hay algunos que obvian los codos, mientras que otros recomiendan siempre lavar bien esa zona tan séptica y maldita. Es importante que al aclarar el jabón de las manos y el antebrazo, el agua siempre escurra hacia abajo, toda la suciedad, para luego mantener las manos en alto e intentar manejar todo con los codos (cerrar el grifo, y luego, abrir la puerta automática del quirófano, es más fácil de lo que parece).

Inmerso ahora en el acto quirúrgico, no hay mucho que un alumno pueda hacer, aparte de suturar con la grapadora, y extender el campo con las valvas. De todos modos, hay veces en las que incluso te sientes útil. A pesar de sólo haber sostenido el campo y haber suturado la herida, superficialmente, con una grapadora, fueron tan amables como para incluirme en el informe como uno más. Eso siempre le sube a uno el ego, o mejor dicho, la confianza en uno mismo.

La segunda operación digna de mención fue la de un pobre muchacho de "veintipocos" años con una enfermedad de Crohn —para los que no controlan, es una enfermedad inflamatoria que afecta a todo el tubo digestivo—, de una severidad bestial, con los intestinos hechos un "cristo".

Durante la operación, los dos cirujanos que operaban, bastante jocosos, me pidieron ayuda, y casi a mitad del procedimiento me lavé rápidamente y se las presté. El más veterano de ellos no quiso usar el "Ligasure", un instrumento muy utilizado entre los cirujanos, que corta y coagula a la vez, para evitar hemorragias innecesarias, alegando lo caro que era el dispositivo, y que era inútil usarlo en una operación tan banal como aquella.

Tan banal era, que después de colocar varios disertores, y al seccionar un trozo de tripa enrojecida, se formó de ahí tal fuente de sangre, que ríete tú de la fuente luminosa de Gran Canaria.
El estallido de sangre manchó a los dos cirujanos,  a mí incluido. Uno de ellos señaló la fuga interesado, preguntando:

— ¿Qué es eso, una arteria, o una vena?

— Una arteria.

Estaba más que claro, pues el chorro no era continuo, y tenía mucha presión. Lo cierto es que después de la respuesta, y de seguir mirando un poco como el campo pasaba a convertirse en una piscina sangrienta, empecé a sentir una especie de malestar que me hizo alejarme del campo e informar rápidamente de mi vergonzosa situación.

A pesar de ser un pequeño mareo, las enfermeras me trataron como si de un momento a otro fuera a caerme al suelo, me sentaron y rápidamente me quitaron la bata esterilizada. Me pasaron un paño mojado con alcohol por la frente y luego me lo hicieron oler. Era una gasa mojada con alcohol, y que usaron para "colocarme" un poco. Fueron bastante serviciales, pero al parecer innecesario.

Luego de un zumo y coger un poco de aire, me encontré mejor, y pude volver para ver terminada la operación. El hombre ya tenía hecha una amputación perineal, y ellos le terminaron de hacer una fistulectomía. Fue algo desagradable, no lo dudo, pero no me volví a marear.

Las prácticas de cirugía acabaron finalmente, y con ellas, el examen de digestivo cirugía, que contra todo pronóstico, logré aprobar por muy poco. Espero tener la misma suerte para los demás exámenes del curso, aunque puedo afirmar con seguridad que si tengo la misma suerte que tuve, me veré obligado a rezarle a alguna entidad superior.