Aunque nuestras técnicas de combate sean solo nuestra habilidad para realizar manualidades, y nuestras armas sean los juguetes, los folios y algunos utensilios para pintar. Lo nuestro podría considerarse una verdadera guerra. Una guerra contra el efecto que tienen las enfermedades sobre los niños, quienes le quitan su felicidad, sus ilusiones y sus sueños.
Lo nuestro son aquellas escaramuzas de la vida diaria, nos esforzamos en algo distinto a conseguir unos créditos de libre configuración. Ponemos toda nuestra alma en ser útiles en un pequeño rinconcito del fastidioso laberinto del Hospital Materno Infantil de Las Palmas de Gran Canaria.
El Materno Infantil (centro hospitalario para niños y maternidad que a partir de ahora nombraré como el laberinto pediátrico) es un viejo edificio que se alza ante otros edificios que se encuentran a su alrededor. Está actualmente en reformas y tiene varias entradas. Por dentro, sus intrincados pasillos y algunas de sus habitaciones vacías pueden llevarte a ninguna parte, Mordor y hasta Narnia. Las viejas enfermeras que pululan por el lugar dominan el laberinto tal y como el minotauro domina lo suficientemente el suyo para perseguir a los desgraciados que osen entrar. Uno que conociera el materno por dentro (y algunos dirían que el Negrín también) sería capaz de superar el laberinto del fauno con los ojos vendados y los pies encadenados.
Tras mis comparaciones hiperbólicas, cuando entras por la vieja entrada en el materno se pueden ver relativamente bien los ascensores que te llevan a las demás plantas. Cuando te plantas en la sexta y caminas hacia la izquierda te encontrarás de cara con obstretricia. Pero justo a la derecha, y evitando a un celador enorme y con cara de muy pocos amigos, se encuentra una pequeña puerta que ciertas horas se encuentra entreabierta para recibir a cualquier niño enfermo (un máximo de 5 por favor…) donde por unas dos horas podemos entretenerlo y dejar que se olvide por un momento del motivo por el cual se encuentra en un entorno tan hostil, de color de rojiblanco, y con forma de aguja. Bueno, todo eso, si a las enfermeras están por la labor de subirlos y nosotros con las ganas de bajar a las plantas.
La ACAI (Asociación Canaria de Ayuda a la Infancia) es una organización que se nutre principalmente de voluntarios universitarios. En ella ayudamos a los niños a sobrellevar su enfermedad simplemente mediante el juego, un instrumento de por sí bastante útil para compartir emociones alegres, entreteniendo y de paso haciendo algunos amigos.
Cada día acuden voluntarios que han sido asignados a diferentes días, y allí hacemos diferentes actividades, la mayoría de ellas son manualidades, pero en esencia se reduce a lo que el niño, en caso de que tenga suficiente confianza para ello, deseé hacer.
En estas fechas tan señalizadas en los que algunos celebran el nacimiento del chaval de aquel que no existe, los únicos que todavía guardan un poco de ilusión sobre la fiesta más consumista de la historia, además de los grandes empresarios (no creo que sus dependientes estén contentos de trabajar por la madrugada), son los niños. Por eso es esencial recordar a aquellos que se encuentran en el hospital durante estos días, que siempre habrá alguno, lamentándolo mucho.
Por eso, aquel día decidimos dar una alegría a los pequeños, y planeamos sobre la marcha un pequeño recorrido “Papanouelístico” (perdonad mi neologismo, estoy jergafásico hoy…) por la mayoría de las plantas del materno, con el objetivo de regalar un poco de ilusión a los niños hospitalizados. Sin embargo, nadie nos había dicho que en el último momento se presentaría el organizador de la ACAI con dos trajes, uno del simpático rey mago: Melchor, y otro de humilde paje. No sé que pensé, en ese momento, para levantar la mano una vez preguntaron por quién se presentaría de paje, pero lo hice. Y a partir de ahí empezaría una historia en el hospital en el que estuvimos más de lo esperado y encontramos reacciones de todo tipo: primero de sorpresa, luego de alegría; de vez en cuando, asomaba alguna sonrisilla, y por las ventanas los niños nos señalaban. Las madres intentaban sonreír con sus bebes enfermos y prematuros entre sus brazos, una niña con chapetas malares hizo lo mismo… qué graciosa era. Otros en cambio, se alejaban tímidos y se escondían detrás de las piernas de sus progenitores, otros, más mayores, se dedicaban a reírse con nosotros y a aprovecharse de que algo diferente pasaba por sus habitaciones. Algunos lloraron confundidos.
Total, que, después de terminar de repartir todos los regalos que habíamos comprado, nuestro jefazo nos citó de nuevo a una de las plantas más altas, donde se encontraban algunos de sus familiares, quienes nos dijeron que nunca parásemos de hacer cosas como esas. Aquello me subió bastante la moral: sabía que estaba haciendo algo bien, algo diferente y noble, quizá no demasiado, pero espero que haya sido lo suficiente para poder animar aunque sea un solo niño.
En cuanto a la foto, es una pequeña reseña de cómo nos gustaría que fuese en realidad el laberinto pediátrico que, aunque supongo que eso solo roza los límites de la utopía, siempre es gracioso trabajar por ella. Lo único que habría que hacer es avisar a los médicos y a las enfermeras de ponerse las máscaras antes de atender a los chiquillos. Ojalá fuera tan fácil…