Estos días fueron aquellos en los que uno ya se había acostumbrado a todo: a sus compañeros en la habitación, a la familia residencial, la clase, el ambiente, incluso estaba un poco más familiarizado con el idioma. No obstante, fue una de las semanas que se pasaron a velocidad de crucero. En esta semana indolvidable experimenté muchas cosas: subí a una montaña rusa por primera vez, vi a los famosos guardias del palacio de Bukingham, vi un musical, y visité muchos otros sitios, entre los que destacan, un monumento megalítico cuyo origen se perdió en el tiempo, y una ciudad con mucho “pijerio” a sus espaldas.
Pero vamos por partes, durante esta segunda semana he acudido también al LTC todos los días. Las clases han sido como siempre, otras más entretenidas y divertidas, y otras menos. Como siempre, el viernes tuvimos otra pequeña sesión de fotos, ya que nos abandonaban muchos otros compañeros, que sin duda vamos a echar muchísimo de menos. Yo ya estoy tardando en hacerme el dichoso facebook. No obstante, estoy bastante contento, ya que si bien en la anterior semana no necesité más días para empezar a detestar al sujeto femenino que se fue, deseé en esta con todas mis fuerzas su ida, a la vez que sufrí las dos últimas horas con dos remeras Ucranianas que le habían tocado los genitales a ya mucha gente de nuestra clase. Eran un claro ejemplo de típica pija europea y nórdica, que no deseas ver en tu vida. Una de ellas adornaba su ya estúpida apariencia con una personalidad arisca y antipática, con una lengua que de seguro era tan afilada como las uñas falsas y asquerosas que tenía. Se dice que tuvo problemas con su familia, aunque, yo la verdad que creo que el problema de la familia, era ella.
Durante los días de la segunda semana, tuve oportunidad de ver Wicked, mi primer musical, basado en la historia del mago de Oz. Esta estupenda y misteriosa alegoría fue interpretada por un grupo de geniales actores, grandes cantantes y bailarines, sobre la historia de la malvada bruja del Oeste, la cual en un principio no parecía ser tan malvada en un principio. Ciertamente vale la pena pagar por ellos, sobre todo si se consigue la entrada a mitad de precio como nos ocurrió a nosotros. Un espectáculo lleno de colorido, con unos efectos especiales increibles y que te dejan con la boca abierta. Entre la Prusiana y yo lo disfrutamos mucho, y nos quedamos con los pelos de punta, al final, y con las ganas de volver a repetir la experiencia con un musical aún más sorprendente que el que vimos: El Rey León.
La verdad es que tengo que reconocer, que, nunca he visto tanto talento concentrado junto en un solo escenario. Además del numerosos repertorio de actores, todos bien ellos entrenados para bailar y hacer la misma cosa día a día. Lo que me pregunto es que si de tanto hacerlo, puede llegar a convertirse en algo tedioso para ellos; aunque de lo que estoy seguro, es que aquello fue único para mí.
Me acuerdo que nos dejaron a nuestro aire varias horas antes de que empezase el espectáculo. Y tuvimos tiempo para el maravilloso Starbucks Coffee –al que echaré muchísimo de menos – y para visitar los alrededores del Bukingham Palace, hogar de la Reina de Inglaterra. Me sorprendió lo cercado y protegido que está el lugar. No solo con policías armados hasta los dientes, sino con carteles que te avisan de que atravesar sus fronteras supone un delito criminal muy grave. Al frente del complejo, que debe ser enorme, hay una gran plaza donde se concentran en su mayoría, turistas, a observar de cerca a los famosos casacas rojas y a admirar, tanto como a compadecer sus trabajos, los cuales consisten en estar estacionados durante mucho tiempo en puestos de guardia, ensayando su típica y disciplinada marcha solo para no entumecer sus músculos, que de seguro que gritan por permanecer en una postura más natural que esa rígida que se les exige. En el fondo, resulta un asqueroso trabajo… a saber qué tipo de personas serán, y qué pensarían sobre la reina y sobre su condición de reclamo turístico…
Brighton fue la ciudad que visitamos el viernes. Una ciudad costera como Eastbourne, pero más poblada, con un malecón enorme, y un poco más fea, según mi opinión. En el malecón había un pequeño parque de atracciones que siempre recordaré por haberme hecho pasar un momento donde mis niveles de adrenalina llegaron a lo más alto. Me monté a la montaña rusa por primera vez, junto a la Prusiana y nuestro compañero italiano. Reconozco que al principio me produjo cierto temor, pero después del primer choque de velocidad mi corazón se disparó y todo mis músculos se tensionaron para resistir la gravedad en el advenimiento del looping. Fue una experiencia adrenérgica curiosa, y que me gustaría volver a repetir con mayor intensidad, eso sí, no apta para cardiacos.
Allí también nos pudimos pasar por el Royal Pavilion, una preciosa y enorme estructura que servía como castillo de veraneo a los reyes de Inglaterra. La verdad es que debían de gustar eso de gastarse dinero mientras que otra gente en Inglaterra se arrastraba por las calles de la época como gusanos, ya que el lujo de sus habitaciones, las camas, y las moquetas que cubrían el suelo y las paredes no eran normales. Justo nada más entrar te encontrabas un pasillo enorme que cruzaba el palacio de una punta a otra, decorada con moquetas, figuras y objetos –todos ellos supongo que de mucho valor – relativos al místico país de Confucio.
Las paredes estaban pintadas a mano, y lugares como el comedor, donde se celebraban los copiosos banquetes estaban decorados con pinturas de procedencia china. Y es que, al rey le debía de gustar bastante el enorme país oriental, ya que casi todas las habitaciones se decoraban con simbología y kanjis chinos, dragones alargados y majestuosos como el que soportaba la lámpara central del comedor. La cocina era enorme, y los utensilios todo de un cobre que debió de ser brillante y de muy buena calidad hace décadas. Cocinaban de todo, y en un solo menú para unos, no más de 30 comensales, una variedad de comida que no terminaría de desgustarla ni 100 personas. Más adelante se encontraba un salón de estar, donde se dirigían las mujeres a cotillear como cotorras mientras los hombres seguían en el comedor, empezando a llenar el aire de humo, y de palabras de temas tan efímeros como la política, el dinero, y la propia comida.
La habitación, donde se dice que el rey se quedó unos días, senil, justo antes de morir; era enorme, y contaba con una pequeña biblioteca, un salón y un baño. Al salir del edificio debías pasar obligatoriamente por una tienda de “soivenirs” relativos al lugar, en un claro intento de vaciarte la cartera de libras.
El sábado fue un día que, aunque fuese contradictorio, tuve que levantarme aún más temprano para acudir a Terminus Road, la calle comercial de la ciudad, para emprender un largo viaje en autobús y dirigirme hacia tres sitios: Salsbury, Stonehenge y Bath.
Salsbury es un pequeño pueblo, con bastantes años a sus espaldas y una gran catedral para demostrarlo, con la torre más alta de toda Inglaterra. Ya por fuera el edificio resulta grandioso para la vista, un claro e importante ejemplo del estilo gótico para levantar una catedral. Por dentro, resulta mucho más bonita, e induciría respeto hasta el mismísimo demonio la de años que deben haber pasado desde que se construyó la parte principal del edificio y las tumbas que se mostraban dentro, además de los hermosos ventanales que podíamos pasar un año entero contando. La Magna Carta, se encontraba allí, siendo un ejemplo de los primeros documentos que dieron paso a nuestro rechazo a la monarquía absolutista. Nos faltó tiempo para disfrutar de la quietud que se respiraba adentro, adornada con una maravillosa melodía entonada con el órgano. Sin duda ese lugar logró cautivarnos a los dos ateos que la visitamos, y a mí, que tengo mis razones para odiar todo lo relativo a la religión. Debo admitir que, la belleza de la catedral me dejó claro, lo bien que metió sus raíces en nuestra sociedad la religión: un parásito comecerebros.
Stonehenge tenía muchos más años que cualquier catedral en Inglaterra y en todo el mundo. Miles y miles de años han pasado desde que, por desconocidas razones, se empezara a construir un enorme monumento megalítico a las estrellas. En una colina donde crecen las flores y la hierba, las rocas han pasado a formar el paisaje y solo ellas saben por lo que pasaron durante más de tres mil años. Se han adaptado al moho que las recubre, a los pájaros que se asientan sobre ellas para descansar, y la lluvia que cae incansablemente sobre el territorio inglés; sin embargo, no han sabido adaptarse al vandalismo, a las masas de seres humanos que vienen a verla y quizá tampoco a ser encerradas por una empresa que chupa dinero de ella. Stonehenge nunca será libre, nunca será lo que pudo ser antes, pero siempre nos marcará el solsticio de verano, cada vez que el sol la corte por la mitad…
Una vez hubo una ciudad donde varios arquitectos romanos quisieron inspirarse para construir y diseñar, igual que un poeta se inspira para realizar sus obras, y entonces apareció Bath. Una ciudad antiquísima, un reflejo de la arquitectura romana y de sus higiénicas costumbres. Los edificios se adornan de figuras mitológicas, columnas que recuerdan la clasificación que aprendimos hace mucho tiempo: Dórico, Jónico y Conrintio. Es una ciudad pija, donde los actores se compran casas para tener un verano inglés, con viento y lluvia. Donde te puedes encontrar a coloridos cerdos y leones; haciendo referencia a unas inciertas leyendas cuyo escenario es la propia ciudad. En el centro se encuentra la abadía de Bath, no tan grande que la de Salsbury, pero igual de impresionante. Es una ciudad donde la Prusiana quisiera vivir, de no ser porque es tan cara.
El viaje de vuelta fue duro, pasamos cerca de 4 horas en el autobús, totalmente exhaustos; tanto, que no pudimos quedar con un inolvidable compañero que conocimos el primer día de clases. Aún así me pasé por el pub donde habíamos quedado, pero no lo llegué a encontrar allí. Espero que su viaje de vuelta no sea tan duro como el que nosotros tuvimos para llegar allí, y que me perdone, por no haberme despedido como debía ser de él.